Arraigo: la estrategia de los perdedores

Las regiones más dinámicas del mundo comparten una característica incómoda para los defensores del inmovilismo: aceptan e incluso fomentan una elevada rotación empresarial. En esos ecosistemas se crean muchas empresas, se destruyen muchas, y el saldo neto es claramente positivo. Según datos de la OCDE, en las economías más avanzadas entre el 10% y el 15% de las empresas desaparecen cada año, mientras que las tasas de creación suelen ser aún mayores. La destrucción no es un fallo del sistema, sino su motor.


Estados Unidos es el ejemplo clásico. Cada año se crean en torno a cinco millones de nuevas empresas, mientras que cierran algo más de cuatro millones. El resultado no es precariedad estructural, sino un tejido productivo capaz de reinventarse constantemente. Silicon Valley no se convirtió en un polo global protegiendo a sus empresas medianas, sino aceptando que muchas startups fracasarían y que otras serían adquiridas por gigantes tecnológicos. De hecho, la adquisición es una de las principales vías de éxito: empresas como Instagram, YouTube o WhatsApp nunca habrían alcanzado su escala global sin ser absorbidas.

Israel ofrece una lógica similar a escala reducida. El país registra una de las mayores tasas de startups per cápita del mundo y, al mismo tiempo, una elevada proporción de ventas a multinacionales extranjeras. Lejos de considerarse un problema de “desarraigo”, estas operaciones alimentan un círculo virtuoso: los fundadores reinvierten, se convierten en business angels y transfieren conocimiento a nuevas generaciones. El resultado es un ecosistema que produce de forma recurrente nuevas empresas tecnológicas de alto crecimiento.

También en Europa existen ejemplos claros. Londres destruyó y recreó buena parte de su tejido financiero y tecnológico tras la crisis de 2008, y hoy concentra más inversión en capital riesgo que Alemania y Francia juntas. Los países nórdicos, con Suecia a la cabeza, combinan altas tasas de cierre empresarial con una notable capacidad para generar campeones globales como Spotify, Klarna o Skype. En todos estos casos, la clave no es evitar la desaparición de empresas, sino facilitar que el capital y el talento fluyan rápidamente hacia nuevos proyectos.

Frente a esta lógica, en el País Vasco parece haberse impuesto una conclusión muy distinta. Como la tasa de creación de empresas es relativamente baja —inferior a la media europea y claramente por debajo de regiones comparables— la política industrial se ha ido estrechando hasta convertirse en una estrategia defensiva: identificar a las pocas compañías que han logrado alcanzar un tamaño medio o grande y “atar” sus centros de decisión al territorio para evitar que se marchen. El objetivo ya no es tanto crear muchas empresas nuevas como conservar a toda costa las que ya existen.

El problema es que esta aproximación confunde estabilidad con dinamismo. Retener sedes puede proteger empleo a corto plazo, pero no genera necesariamente un tejido productivo más innovador ni más competitivo. Alemania ofrece un contraste interesante: pese a la importancia de su Mittelstand, el país no ha dudado en aceptar adquisiciones extranjeras de empresas medianas cuando estas lo han considerado oportuno, mientras sigue produciendo nuevas firmas exportadoras de forma constante.

Además, mandar el mensaje de que vender una empresa o trasladar su centro de decisión es poco menos que una traición tiene efectos perversos. Desincentiva a los emprendedores que aspiran a crear compañías para crecer rápido y venderlas bien; ahuyenta capital riesgo, cuyo modelo se basa precisamente en salidas; y empuja a muchos fundadores a pensar desde el inicio en marcharse si quieren jugar en ligas mayores. No es casualidad que las regiones europeas con mayor inversión en venture capital sean también aquellas donde las adquisiciones y salidas a bolsa se perciben como un éxito, no como una amenaza.

Las regiones ganadoras entienden que no se trata de evitar que las empresas se vayan, sino de asegurar que, cuando eso ocurra, otras diez estén naciendo. Que los ingenieros que salen de una multinacional comprada por un gigante extranjero monten su propia startup. Que los directivos que hicieron caja reinviertan en nuevos proyectos locales. Que el sistema no dependa de unas pocas “empresas ancla”, sino de un flujo constante de creación.

Desde esta perspectiva, la estrategia vasca se parece peligrosamente a la del perdedor: proteger lo poco que se tiene porque no se confía en la capacidad de generar más. Es comprensible desde el miedo, pero incompatible con una economía que aspire a ser realmente dinámica. La alternativa es más incómoda políticamente, pero mucho más prometedora: aceptar la destrucción creativa, multiplicar la creación de empresas y asumir que el verdadero arraigo no se logra reteniendo sedes, sino creando un ecosistema del que nadie quiera —ni necesite— marcharse.

Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *