El gráfico de la burbuja

Este gráfico elaborado por Antxón Pérez de Calleja con datos del Ministerio de Fomento es el que mejor refleja la burbuja inmobiliaria que hemos padecido hasta 2007 y la posterior crisis en la que todavía estamos instalados y de la que según él no saldremos hasta dentro de ocho años. «España, que habitualmente construía una media de 200/300.000 viviendas al año, las que se corresponden con la demanda natural, llegó a iniciar 866.000 viviendas en 2006 (44.000 en 2012), más que todas las que construían Francia, Alemania y Gran Bretaña conjuntamente», explica.


Su informe se merece, como siempre una lectura completa porque no deja títere con cabeza. Recojo los párrafos más significativos:

Precisamente, lo que haría descarrilar definitivamente el carro de la economía española fue entrar en la unión monetaria. Si no hubiera sido por eso, la expansión hubiera durado como máximo hasta el año 2000, siguiendo la pauta habitual. Al producirse el típico estrangulamiento provocado por la balanza de pagos, hubiéramos tenido que devaluar, subir los tipos de interés y frenar el crédito, con lo que no hubiera habido burbuja inmobiliaria alguna. El gasto público hubiera tenido que seguir el mismo camino. Sin el euro nos hubiéramos visto obligados a reconocer que nuestra economía tiene techos que no conviene ni se puede rebasar.

La crisis actual, de una profundidad desconocida, se debe a que el euro nos evitó una crisis clásica al precio de alimentar una muchísimo mayor. El BCE impuso unos tipos de interés artificialmente bajos, los que convenían en aquel momento a Alemania (en pleno proceso de reunificación) pero no a nuestra inflación. El euro también facilitó la manera de financiar una balanza de pagos que alcanzó el mayor déficit de la historia, cerca del 11% del PIB. Como no se nos encendieron las señales de alarma, dado que obteníamos los préstamos necesarios para financiar ese déficit sin ningún problema, el Gobierno dejó hacer. La economía podía seguir creciendo sin aparentes problemas. La expansión duró demasiado tiempo, catorce años, y los errores que se cometieron entonces los vamos a pagar durante otros tantos.

España es ahora uno de los países más endeudados del globo, lo que es un problema muy difícil de corregir. Por esa razón, esta crisis va a ser mas profunda y mas larga.

Entre 1998 y 2007 el precio medio de la vivienda creció un 178%.

La forma en que la economía española ha hecho frente a esta crisis ha sido la habitual, es decir, una huida hacia adelante. Y eso es así porque, generalmente, se empieza por negar la existencia misma del problema (Zapatero); luego se reconoce a medias pero tratando de evitar las consecuencias pertinentes y, más tarde, se aplican remedios con una lentitud exasperante (Rajoy).

Pocos se fían de España y los únicos que invierten en Deuda son los propios bancos españoles con el dinero que les presta el BCE, en lo que puede considerarse como un rescate subrepticio. Contrariamente al sentir popular, que cree de buena fe que el Estado ha rescatado a los bancos, son estos los que, en realidad, han rescatado al Estado. A pesar del exceso de liquidez que inunda los mercados, la prima de riesgo se niega tercamente a bajar de los 300 puntos.

Todavía hay gente que cree que la recesión se debe a la austeridad como si tener un déficit en torno al 10% no fuera la política más expansiva que cabe imaginar.

Entre 1998 y 2007, los años álgidos del boom inmobiliario, los salarios crecieron 38 puntos más que la productividad. Conviene recordar que la productividad alemana crecía el doble y a veces el triple de la española y que sus subidas salariales eran mucho más moderadas.

La crisis ha servido para comprobar que la cultura de la internacionalización solo había penetrado superficialmente. El país exporta muy poco y el número de empresas que están posicionadas en el exterior es muy pequeño, insuficiente para compensar la caída del mercado interior.

El saldo de cinco años de crisis es desolador. Con más de seis millones de parados, un sistema financiero colapsado, una pérdida de competitividad descomunal, una deuda pública galopante, y una desconfianza exterior generalizada, la economía española vive uno de los momentos más difíciles de su historia.

La salida del euro supondría el reconocimiento explícito de un fracaso de tal magnitud que ningún Gobierno está dispuesto a asumir. Pero la historia de los últimos 50 años nos dice que no ha habido ninguna crisis de la que se haya salido sin devaluar.

Resulta revelador del grado de compromiso con la realidad que exhibe este país cuando las cosas le van mal que el gasto público no sólo no haya disminuído sino que ha crecido en 80.000 millones, un 20% más que en 2007. Otro tanto sucede con los salarios. Mientras en Irlanda o Islandia han bajado entre el 15 y el 20%, en España han aumentado un 9% desde 2008.

Actualmente, toda la sociedad española se soporta en un conjunto de trabajadores con empleo que apenas rebasa los 13 millones, lo que representa menos del 30% de la población española, y que tiene sobre sí la imposible tarea de mantenerse a sí mismos, a 9 millones de jubilados, a 3 millones de funcionarios, a mas de tres millones de parados, y al resto del país. La única alternativa es el recorte de prestaciones (pensiones, gasto medico, paro, etc), una alternativa que los políticos se resisten a implementar por sus consecuencias electorales.

Este es el informe completo:

Dado que estamos en el seno de la mayor crisis que hayamos vivido desde que se tiene memoria, viene bien que reflexionemos sobre la forma, verdaderamente modélica, en que, por decirlo de manera suave, nos hemos hundido en la miseria. Sobre todo porque, a partir de ahora, y como aseguran los periodistas cada quince días, ya nada volverá a ser igual, lo que esta vez tiene visos de ser verdad. Esta vez es diferente, esta vez venía el lobo de verdad, hasta el punto de que lo mismo que el Plan de Estabilización de 1959 constituye el acontecimiento seminal de nuestra historia económica, la crisis de 2008, por ponerle una fecha inicial, representa un antes y un después.

Esta sospecha viene alimentada no solo por la intuición de que la próxima generación va a vivir peor que la anterior sino porque la lista de problemas que no han sido resueltos ni tienen visos de serlo es interminable. La crisis ha puesto de manifiesto la baja calidad del Estado y de la clase política y su firme determinación de endeudarse hasta el infinito antes de coger el toro por los cuernos y reformar. Lo que nos sitúa ante una coyuntura que está a punto de volverse irreversible.

He descrito la crisis como si fuera un drama teatral en tres actos: el planteamiento (los orígenes del problema), el nudo (el estallido de la crisis y su impacto mas o menos inmediato), y el desenlace, o lo que, a la vista de los datos, puede depararnos el futuro.

PLANTEAMIENTO: una cadena de errores

A lo largo de los noventa, a partir de la salida de la crisis de 1992/93, la economía española se benefició de los efectos positivos de la devaluación, la solución mágica por excelencia, el abaratamiento del dinero, una moderación salarial que duró unos años, y una cierta prudencia en materia de gasto público. La entrada en el euro supuso un voto de confianza y alimentó la idea de que, por fin, la economía española había encontrado una senda de crecimiento sostenible que nos permitiría acercar nuestros niveles de bienestar a los alcanzados por nuestros socios en la Unión Europea. Esos que no habían tenido apenas inconveniente en que una economía tan poco fiable como la nuestra se incorporase a un proceso que venía a representar la última etapa del proceso de integración iniciado cuarenta años antes con la firma del Tratado de Roma.

Pero los empresarios pronto se olvidaron de ser moderados en materia de endeudamiento (no trabajar para el banco), los políticos de los problemas que genera el exceso de gasto público, los bancos de los riesgos crediticios, los trabajadores de la prudencia salarial y los ciudadanos en general de la crisis que habíamos sufrido. Volvíamos a reproducir el mismo proceso tantas veces repetido y que tiene su origen en una forma de impaciencia histórica. La memoria, o mas bien la falta de ella, es parte inseparable de la marcha de nuestra economía. Se podría hacer todo un ensayo acerca de cuanto dura en la población el impacto emocional de una gran crisis como la de 92 (no se olvide que la tasa de paro llegó al 25%). Probablemente no más de un lustro. Luego, todo vuelve a repetirse.

España tiene una incapacidad casi genética para mantener un crecimiento estable y ordenado. Por eso, los ciclos económicos suelen ser breves, no más de cuatro o cinco años, y acelerados, con crecimientos de precios y salarios muy por encima de nuestro entorno. Lo que, si hubiéramos sido mínimamente prudentes, recomendaba no incorporarse al euro.

Precisamente, lo que haría descarrilar definitivamente el carro de la economía española fue entrar en la unión monetaria. Si no hubiera sido por eso, la expansión hubiera durado como máximo hasta el año 2000, siguiendo la pauta habitual. Al producirse el típico estrangulamiento provocado por la balanza de pagos, hubiéramos tenido que devaluar, subir los tipos de interés y frenar el crédito, con lo que no hubiera habido burbuja inmobiliaria alguna. El gasto público hubiera tenido que seguir el mismo camino. Sin el euro nos hubiéramos visto obligados a reconocer que nuestra economía tiene techos que no conviene ni se puede rebasar.

La crisis actual, de una profundidad desconocida, se debe a que el euro nos evitó una crisis clásica al precio de alimentar una muchísimo mayor. El BCE impuso unos tipos de interés artificialmente bajos, los que convenían en aquel momento a Alemania (en pleno proceso de reunificación) pero no a nuestra inflación. El euro también facilitó la manera de financiar una balanza de pagos que alcanzó el mayor déficit de la historia, cerca del 11% del PIB. Como no se nos encendieron las señales de alarma, dado que obteníamos los préstamos necesarios para financiar ese déficit sin ningún problema, el Gobierno dejó hacer. La economía podía seguir creciendo sin aparentes problemas. La expansión duró demasiado tiempo, catorce años, y los errores que se cometieron entonces los vamos a pagar durante otros tantos.

Con las facilidades que nos daba un dinero barato y un crédito ilimitado, la economía española hizo una apuesta insensata, la de poner todos los huevos en la misma cesta, para generar la mayor burbuja inmobiliaria de la historia. Por toda una serie de razones objetivas, la recuperación de los años noventa había incidido de manera directa en la Construcción. La tasa de paro descendió rápidamente, la generación más joven consiguió emplearse y pensó en establecerse; numerosos extranjeros hicieron de España su lugar de retiro o residencia; la segunda vivienda se generalizó y enormes flujos inmigratorios demandaban una ampliación del número de viviendas. Hasta ahí todo normal.

Pero para financiar ese proceso se empleó todo lo que teníamos y lo que no teníamos, el ahorro nacional y el que nos proporcionaron países como Francia y Alemania, y en general los mercados financieros. De esta manera se generó una crisis inhabitual: una crisis financiera derivada de un sobreendeudamiento monumental. España es ahora uno de los países más endeudados del globo, lo que es un problema muy difícil de corregir. Por esa razón, esta crisis va a ser mas profunda y mas larga.

El Estado no intentó atemperar el enorme volumen de viviendas en construcción, en parte porque suponía ingresos fiscales de gran cuantía, especialmente para las corporaciones locales. El sistema financiero, que empezaba a tener problemas de viabilidad, (los márgenes de intermediación se habían reducido extraordinariamente), tampoco limitó una concentración del riesgo desmesurada, que violaba todas las reglas bancarias conocidas. Cuando llegó la crisis, el sector inmobiliario representaba más del 60% de la actividad crediticia. El Banco de España protestaba por unos incrementos del crédito absolutamente anormales, de hasta el 35% interanuales, pero no llegó a actuar porque las entidades financieras adujeron que los índices de morosidad eran prácticamente simbólicos. Y el proceso se nos fue de las manos.

España, que habitualmente construía una media de 200/300.000 viviendas al año, las que se corresponden con la demanda natural, llegó a iniciar 866.000 viviendas en 2006 (44.000 en 2012), más que todas las que construían Francia, Alemania y Gran Bretaña conjuntamente. A la demanda natural se habían sumado todos aquellos que creyeron ver en la vivienda una forma segura y fácil de especular dado que sus precios subían de manera espectacular. Entre 1998 y 2007 el precio medio de la vivienda creció un 178%. Bajos tipos de interés y largos plazos de amortización extendieron en clases sociales de escasa capacidad adquisitiva la tentación de hacerse con una vivienda en propiedad, aunque ello supusiese entramparse durante larguísimos períodos de tiempo.

Aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que el proceso no podía tener continuidad, se creó la ficción interesada, que el Gobierno socialista alimentó, de que en el peor de los casos se produciría lo que se llamó un «aterrizaje suave», es decir, una gradual moderación de los precios acompañada de un frenazo en la fiebre constructora. No ocurrió nada de eso. Una ligera subida de tipos de interés aumentó las dudas y retrajo la demanda. A partir de 2007, la crisis financiera internacional indujo comportamientos financieros más prudentes, sobre todo hacia las naciones más endeudadas, y España era claramente una de ellas, especialmente su sector privado. Los mercados financieros retiraron bruscamente la alfombra que tan generosamente habían puesto bajo nuestros pies. Como la construcción de viviendas se caracteriza por su largo proceso de maduración y requiere una financiación considerable en todas sus etapas, desde el suelo hasta la venta de la vivienda, el proceso se detuvo primero y luego se derrumbó pillando debajo a todo el sistema financiero español. La crisis estaba servida.

NUDO: la huida hacia adelante

En el desenlace de una crisis es tan importante, si no más, la manera en que el gobierno y la sociedad reaccionan frente a ella como la gravedad de la misma. A España las crisis le sientan muy mal y su impacto negativo sobre la renta y el empleo suele ser mucho mayor que en otros países.

La forma en que la economía española ha hecho frente a esta crisis ha sido la habitual, es decir, una huida hacia adelante. Y eso es así porque, generalmente, se empieza por negar la existencia misma del problema (Zapatero); luego se reconoce a medias pero tratando de evitar las consecuencias pertinentes y, más tarde, se aplican remedios con una lentitud exasperante (Rajoy).

Un ejemplo de lo que venimos diciendo es la crisis del sistema financiero. Es verdad que la banca no tenía hipotecas sub prime, como orgullosamente se encargó de divulgar el Gobierno. Tenía algo mucho peor. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria secó la liquidez de la totalidad del sistema financiero y destruyó la solvencia de la mayor parte de las Cajas de Ahorro, que se han visto obligadas, salvo excepciones, a seguir procesos de fusiones y absorciones que han reducido su número de unas cuarenta y cinco a tan sólo quince, proceso que no se ha detenido y que no finalizará hasta que no queden más de cinco o seis.

El sistema financiero se enfrenta a la mayor reconversión de su historia, hasta el punto de que se va a ver obligada a cerrar unas 7.000 oficinas y despedir a unos 50.000 empleados. Demasiado tarde para limitar los daños. La estrategia seguida por el Banco de España y las propias entidades financieras ha sido lo más parecido a enterrar la cabeza en la arena. Una política de opacidad, de resistencia a reconocer los hechos, de falsear los índices de morosidad a base de refinanciaciones, de dejar pasar el tiempo a la espera de que el mercado inmobiliario resucitase, que ha sido peor remedio que la enfermedad. A diferencia de la crisis bancaria de los 80, el Banco de España, uno de los culpables del proceso por su pasividad, no ha querido saber nada de la que sin duda era su primera tarea a la hora de actuar: intervenir bancos y afrontar su insolvencia. Por esta razón, las entidades no se han saneado y el crédito no ha dejado de caer en todo este tiempo.

A la crisis inmobiliaria y la crisis bancaria, cara y cruz de una misma realidad, hay que añadir la crisis fiscal, que es lo mismo que decir la crisis del Estado. Catorce años de expansión a ritmos superiores al 3% habían alimentado espectaculares incrementos de la recaudación fiscal, lo que había provocado un aumento aún mayor del sector público. Haciendo oídos sordos a las advertencias de que buena parte de esos ingresos eran coyunturales y se derivaban de la Construcción, el Estado desarrolló una política presupuestaria que apenas tuvo en cuenta una consideración esencial: el gasto público es rígido por definición pero los ingresos fiscales están muy condicionados por la coyuntura. Esta contradicción se puso claramente de manifiesto cuando llegó la crisis. Mientras en 2009 el gasto público crecía vertiginosamente, hasta el 46% del PIB, la recaudación fiscal se reducía significativamente y caía al 35%, abriendo una brecha de más de once puntos. Si el sistema financiero había cerrado los ojos a la realidad, la Administración iniciaba su huída hacia adelante.

El déficit llegó hasta el 11,2% del PIB en 2009 cuando dos años antes había habido un pequeño superávit. En los tres años siguientes, el Estado sólo ha sido capaz de reducirlo al 10,6% (2012), lo que ha colmado la desconfianza de los mercados hacia la Deuda pública española. Pocos se fían de España y los únicos que invierten en Deuda son los propios bancos españoles con el dinero que les presta el BCE, en lo que puede considerarse como un rescate subrepticio. Contrariamente al sentir popular, que cree de buena fe que el Estado ha rescatado a los bancos, son estos los que, en realidad, han rescatado al Estado. A pesar del exceso de liquidez que inunda los mercados, la prima de riesgo se niega tercamente a bajar de los 300 puntos.

Aunque la recesión se debe sobre todo a la caída del crédito, a la subida de impuestos y a la pérdida de competitividad, no hay duda que el esfuerzo de consolidación fiscal que España tiene que llevar a cabo, un esfuerzo descomunal, ha agravado la recesión en la que estamos inmersos sin conseguir resultados significativos en la reducción de dicho déficit. En sólo cinco años el gasto público ha superado a los ingresos en unos 500.000 millones de euros. Todavía hay gente que cree que la recesión se debe a la austeridad como si tener un déficit en torno al 10% no fuera la política más expansiva que cabe imaginar. No hay mas que ver cómo ha evolucionado la Deuda Pública.

España tenía antes un cuantioso endeudamiento privado. Ahora, además, tiene un importante endeudamiento público, que en cinco años ha pasado de un 36% del PIB hasta un 88%. Tal vez no representaría un problema para una economía en expansión. Pero en una economía en recesión supone una verdadera catástrofe.

A todo esto hay que añadir la inflación de costes y precios que se produce a lo largo de un período tan largo en el que las empresas españolas sólo tuvieron ojos para el mercado interior. Las Exportaciones, y todo el proceso de internacionalización de la economía, pasó a un segundo plano. Además, los períodos de expansión se caracterizan por sus mediocres resultados en materia de productividad y por sus grandes aumentos salariales. Entre 1998 y 2007, los años álgidos del boom inmobiliario, los salarios crecieron 38 puntos más que la productividad. Conviene recordar que la productividad alemana crecía el doble y a veces el triple de la española y que sus subidas salariales eran mucho más moderadas. No es de extrañar que la señora Merkel recuerde estas y otras cosas a sus colegas espeñoles cada vez que tiene oportunidad.

Como si se tratara de un retorno al pasado, la economía española vuelve al modelo de crecimiento hacia dentro y se ensimisma en el mercado interior con la Construcción como locomotora del desarrollo, lo que hace que pierda de vista referencias esenciales para su futuro, las del mundo exterior. Los empresarios concedieron cosas que no deberían haber admitido y los trabajadores reclamaron salarios que solo han servido para destruir empleo a una velocidad nunca vista, sobre todo a partir del momento en que las empresas agotaron las reservas acumuladas durante la bonanza y las entidades financieras no les proporcionaron otras nuevas.

El contraste con Alemania resulta significativo. Los alemanes saben sin que nadie se lo tenga que explicar que su futuro depende de las exportaciones y de la competitividad de las mismas. En España ese sentimiento no existe por lo que no hay problema a la hora de dejar crecer nuestros precios y salarios mucho más que la media europea. La crisis ha servido para comprobar que la cultura de la internacionalización solo había penetrado superficialmente. El país exporta muy poco y el número de empresas que están posicionadas en el exterior es muy pequeño, insuficiente para compensar la caída del mercado interior.

En resumen, la crisis tiene su origen en una huída hacia adelante que empieza en el euro, sigue en una burbuja inmobiliaria que hunde el crédito, y se completa con un déficit fiscal insoluble y una deuda pública galopante. La crisis ha destruído sin excepción todos los supuestos que hacían posible un crecimiento sostenido. La economía española no sólo entra en recesión en 2009, como las demás, sino que vuelve a entrar en crisis en 2011, con consecuencias como mínimo para 2012 y 2013, revelando que todos los problemas planteados siguen sin ser afrontados y mucho menos resueltos.

La crisis ha supuesto un retroceso de dimensiones históricas. Aunque la renta per cápita sólo ha retrocedido a los niveles de 2002, el empleo lo ha hecho a los existentes en 1996, cuando salía de una crisis. Una variable tan reveladora del consumo de las familias como la venta de automoviles ha vuelto a los años ochenta, lo mismo que el consumo de cemento, directamente ligado a la Construcción. Pero donde se pone de manifiesto la verdadera dimensión del problema es en la Deuda Pública. Hay que volver a 1908 para que aparezcan datos similares, lo que indica que uno de los efectos fundamentales de la crisis, un volumen agobiante de Deuda, ha venido para quedarse. Ello garantiza el pago de unos intereses de tales dimensiones que harán practicamente imposible recuperar los ritmos de crecimiento de antes de la crisis.

DESENLACE: el estancamiento

El saldo de cinco años de crisis es desolador. Con más de seis millones de parados, un sistema financiero colapsado, una pérdida de competitividad descomunal, una deuda pública galopante, y una desconfianza exterior generalizada, la economía española vive uno de los momentos más difíciles de su historia.

Todo ello ha tenido un impacto devastador sobre nuestro potencial de crecimiento que no es otra cosa que la capacidad para crecer en el medio y largo plazo de manera equilibrada. Un potencial que tiene que ver con la disposición para innovar, con los niveles de formación y emprendizaje, con la movilidad social, con la calidad de la Administración, con la seguridad jurídica y la corrupción. Todo lo que facilita una reacción social y empresarial en la que nunca hemos sobresalido especialmente. Este potencial de crecimiento, difícil de calcular, podía ser del orden del 3% en los años noventa. Ahora no pasará del 1%.

Una manera de distraer la atención de los españoles, algo sumamente importante desde el punto de vista político, consiste en debatir cuando saldremos de la crisis. Existe un consenso generalizado de que en 2014 se producirá un crecimiento positivo, o que, por lo menos, no seguiremos cayendo. Mucho mas dudoso es que eso sirva para crear empleo. En cualquier caso ese no es el problema. La cuestión fundamental reside en que esta economía, tal como está, no es capaz de crecer en el medio y largo plazo a ritmos razonables, sostenidos y sostenibles.

Hay muchas razones para pensar que vamos a crecer de forma muy modesta en próximos años. Algunas de ellas son las siguientes

1. El euro Probablemente se trate del error más grave de política económica que hayamos cometido en muestra historia reciente, un error en el participamos la mayor parte de los economistas por ignorar o negar nuestra propia historia, la de un país que nunca había sido capaz de mantener una senda de crecimiento estable. Y lo cierto es que ya estábamos avisados porque habíamos vivido una historia parecida cuando pertenecimos al SME, del que tuvimos que salir en 1992 en circunstancias angustiosas.

Esta vez es peor porque con el euro hemos perdido la posibilidad de bajarnos del carro y devaluar, algo esencial en un economía cuyos precios y salarios siempre crecen más que la media europea. La salida del euro supondría el reconocimiento explícito de un fracaso de tal magnitud que ningún Gobierno está dispuesto a asumir. Pero la historia de los últimos 50 años nos dice que no ha habido ninguna crisis de la que se haya salido sin devaluar.

2. La no devaluación interna. Si no se puede devaluar la moneda existe una alternativa teórica que es una devaluación interna por la que la mayor parte de las variables económicas se ajustan al nuevo escenario, el de un país cuya riqueza ha sufrido un recorte monumental. Resulta revelador del grado de compromiso con la realidad que exhibe este país cuando las cosas le van mal que el gasto público no sólo no haya disminuído sino que ha crecido en 80.000 millones, un 20% más que en 2007. Otro tanto sucede con los salarios. Mientras en Irlanda o Islandia han bajado entre el 15 y el 20%, en España han aumentado un 9% desde 2008.

Las pensiones, fruto de un sistema que está en quiebra, han seguido creciendo como si tal cosa, lo mismo que el gasto sanitario y el educativo. La Administración no se ha reestructurado lo mas mínimo y todas sus insuficientes medidas de ahorro tienen un carácter temporal y no definitivo. El país se ha negado en redondo a ajustarse a su nueva situación.

3. El paro. El paro no sólo es una tragedia social de enormes propociones sino un problema económico de primera magnitud, no sólo por el peso de los subsidios a pagar, mas de 30.000 millones de euros en 2012, a pesar de que sólo cubre al 61% de la población parada, sino por lo que supone tener a más de una cuarta de la población activa fuera de cualquier actividad productiva. Además, existe la seguridad de que buena parte de los parados no son recuperables, incluso en el supuesto de que se produjese una recuperación económica.

Introducir una reforma laboral descafeinada en medio de la crisis, algo que se debería haber hecho treinta años antes, sólo ha servido para facilitar los despidos y moderar salarios pero no ha eliminado la típica dualidad del mercado laboral entre protegidos y temporales.

4. Déficit fiscal y Deuda pública La crisis ha puesto en evidencia la manera irresponsable con que se ha edificado un Estado casi desde la nada, tanto desde el punto de vista de su tamaño, evidentemente sobredimensionado, como de su eficacia, bajo mínimos. Una Administración que no se ha visto obligada en ningún momento a pensar en términos de eficiencia, que ha preferido siempre crecer a mejorar su productividad, cuyos trabajadores, muy desmotivados, no son sancionados ni incentivados (ni palo ni zanahoria).

A ello que hay que añadir la huida hacia adelante emprendida por los dos Gobiernos durante los últimos años que traslada hacia el futuro una carga financiera, más de 40.000 millones en 2012, que condiciona por sí sola los ritmos de crecimiento. Su consecuencia más inmediata es la práctica imposibilidad de reducir el gasto público, y la consiguiente evolución de la Deuda Pública, que superará pronto el 100% del PIB, lo que va a suponer una preocupación permanente cada vez que que se produzcan tensiones en los mercados financieros.

Para hacer frente a este problema, y a fin de no frenar el gasto, el Gobierno ha empezado a subir los impuestos. De todas las decisiones erróneas llevadas a cabo, esta ha sido la más equivocada, no sólo porque violaba todas las promesas electorales hechas por Rajoy antes de llegar al poder, sino porque es la peor manera de equilibrar un presupuesto. Una presión fiscal alta e indiscriminada es veneno para el crecimiento.

5. El no proceso de liberalización y la pérdida de competitividad. La economía española está mucho más regulada y es menos abierta de lo que sospechamos. Importantes sectores gozan de un trato de privilegio que afecta a la competitividad del resto. El proceso de liberalización sigue estando a medias en casi todos los mercados lo que destruye la capacidad de ajuste de un sistema económico cuando se ve sometido a un intenso proceso de cambio.

Una buena parte de las empresas españolas sigue creyendo que sus beneficios dependen más de la protección del Estado que de la sanción de los mercados. La crisis ha destapado la enorme cantidad de reglas burocráticas, proteccionismos disfrazados, exceso de regulaciones, subvenciones encubiertas, y sectores de no mercado, que existen. Una economía que nunca ha dejado de estar tutelada y vigilada. Este país no ha hecho una apuesta seria por la liberalización en la vida.

6. El colapso del sistema financiero. La crisis bancaria ha sido la peor de la historia. La apuesta que el sistema financiero, especialmente las cajas de ahorro, hizo por el sector inmobiliario, contra todo principio de diversificación del riesgo, ha supuesto una catástrofe de enormes dimensiones. Un aviso para todos aquellos que piensan que la Banca no sólo es un magnífico negocio sino también muy seguro. Nunca había quedado nuestro sistema financiero tan malparado a consecuencia de una crisis, ni siquiera en los años 80, cuando hubo que liquidar casi ochenta entidades.

Se trata de una crisis tanto de liquidez, razón por la que el crédito no fluye, como, sobre todo, de solvencia ya que cuando los balances se limpien de todos los activos tóxicos las pérdidas totales del sistema rebasarán los 250.000 millones. Si tenemos en cuenta que la banca solía ganar unos 16.000 millones anuales (reducidos a la mitad el pasado año) nos podemos hacer una idea de lo que costará recuperarse del desastre. No hay recursos para desbloquear un crédito que seguirá frenado durante mucho tiempo. Por no mencionar la bomba de relojería que supone un endeudamiento externo que no hay modo de reducir, sobre todo si los ritmos de crecimiento no se recuperan o lo hacen modestamente.

7. La demografía y las pensiones. España es uno de los países más afectados por una combinación de baja natalidad y envejecimiento de la población cuyos efectos apenas se han hecho sentir. Hasta ahora, la reforma del sistema de pensiones ha sido inapreciable pero su déficit a partir de 2012 (más de 10.000 millones) avisa que la posibilidad de ignorar el problema tiene sus días contados, sobre todo porque condiciona negativamente el esfuerzo por recortar el déficit público.

Actualmente, toda la sociedad española se soporta en un conjunto de trabajadores con empleo que apenas rebasa los 13 millones, lo que representa menos del 30% de la población española, y que tiene sobre sí la imposible tarea de mantenerse a sí mismos, a 9 millones de jubilados, a 3 millones de funcionarios, a mas de tres millones de parados, y al resto del país. La única alternativa es el recorte de prestaciones (pensiones, gasto medico, paro, etc), una alternativa que los políticos se resisten a implementar por sus consecuencias electorales.

8. La balanza de pagos. España ha tenido siempre una balanza de pagos precaria, como corresponde a un país que salió al exterior muy tardíamente. Casi siempre las crisis que hemos padecido tenían su origen en un estrangulamiento generado por un profundo y secular desequilibrio externo. La principal fuente de ingresos exteriores ha sido las entradas por turismo que se han mantenido en el tiempo cuando muchos pensábamos que se produciría un declive de las mismas. No ha ocurrido lo mismo con otro de los grandes recursos del pasado, la inversión exterior, que hace tiempo ha dejado de fluir en cantidades significativas (España es un inversor exterior neto) debido al desfavorable contexto institucional y laboral. Otra partida significativa, los fondos estructurales europeos, va a seguir el mismo camino.

Desde el inicio de la crisis, la balanza de pagos ha reducido su desequilibrio, que llegó a cerca del 11% del PIB en sus momentos álgidos, pero esta mejora se debe exclusivamente a la caída de la demanda interna. En cuanto se inicie una recuperación, aunque sea moderada, su signo volverá a ser negativo lo que refleja insuficiencia de ahorro interno y una considerable escasez de empresas exportadoras.

9. La decadencia europea. España, le guste o no, forma parte de un todo llamado Europa, llamada a dominar el mundo desde el siglo XVI y ahora al borde de una decadencia irreversible. Un continente envejecido, en la que sólo aflora preocupación por la seguridad y la protección, con Estados que se endeudan para no reformar, y que sienten una profunda desconfianza hacia la economía de mercado. La crisis ha demostrado que la utopía socialdemócrata carecía de base real. Y es que la economía europea no es capaz de garantizar un crecimiento mínimo de al menos un 2% interanual, que es el que se necesita para equilibrar las cuentas públicas, que no cuadran a casi nadie, ni siquiera a Francia, y no hablemos ya de España e Italia. La consecuencia de ello ha sido la desprotección de amplias capas de la sociedad, corolario inevitable de un sistema que cada vez protege menos y a menos gente.

La economía española, que desde hace cincuenta años se ha construido gracias al tirón proporcionado por Europa (inversiones, exportaciones, turismo) ve ahora cómo su entorno natural ha dejado de ser una ayuda para salir de la crisis. Si Europa decae, como parece evidente, y el futuro se desarrolla en otras latitudes, España decaerá con ella y de manera aún más aguda.

Finalmente, hay un problema que ni siquiera pertenece al terreno de la economía pero que ejerce una influencia indudable sobre ella: el fracaso educativo, tanto de la escuela como de la universidad, que ha privado, generación tras generación, a la economía española de los directivos y técnicos que podían haber sido un revulsivo modernizador para ponerse al día y renovar la oferta productiva.

Todos estos problemas son determinantes en la salida de la crisis. Recordemos lo que decíamos al principio: no se trata sólo de la gravedad de los problemas planteados sino también de la respuesta a los mismos. España ha demostrado que es tan incapaz de defenderse de un crecimiento excesivo como de reaccionar adecuadamente cuando la crisis llega. Por eso mantenemos nuestro retraso relativo en relación a Europa, y por eso las crisis por las que atravesamos se convierten en tragedias sociales que marginan a amplias capas de la sociedad.

De hecho, en la resolución de los problemas planteados, y después de cinco años de crisis, seguimos en un estadio preliminar. Por eso no salimos de la crisis. En el que más se ha avanzado es en la recomposición del sistema financiero. Finalmente, el Banco de España ha intervenido entidades que estaban a punto de desaparecer, y existe un respaldo financiero aprobado por Europa de hasta 100.000 millones que, por lo menos, tapará los agujeros más acuciantes; el resto de entidades hará el resto absorbiendo a las más débiles, pero el crédito tardará en descongelarse. En el terreno de la liberalización de mercados los avances son muy modestos por no decir inapreciables y hay muchas dudas sobre la aplicación de la reforma más importante, la del mercado de trabajo. En cuanto a la reforma del Estado y la consolidación fiscal el fracaso es absoluto. Hemos pasado de pensar que no saben hacerlo a convencernos de que no quieren. El más importante grupo de presión de España, los funcionarios, ha dejado meridianamente claro que se opone a toda medida que recorte sus derechos.

Las perspectivas son, por consiguiente, muy oscuras. El FMI anticipa más de una década perdida en términos de crecimiento. Sus últimas previsiones estiman un crecimiento medio para el período 2015-2018 de sólo el 1,5% por lo que la tasa de paro al final del período citado no bajaría del 23%. Pero el mismo FMI asegura que ese pronóstico puede ser demasiado optimista ya que se necesitarán nuevas medidas de ajuste que afectarán negativamente al crecimiento.

España tiene ante sí una larga travesía en el desierto antes de volver a crecer de forma sostenida. La citada previsión, un mazazo del FMI a la economía española según el diario El País, lejos de ser pesimista es más bien precavida y da por supuesto que existen problemas que impiden alcanzar un ritmo más rápido. Según el FMI, ningún país del mundo va a atravesar las dificultades que España va a tener para reducir el déficit público, que no será inferior al 5,5% hasta 2018, lo que revela la escasa confianza de los analistas del FMI acerca de los esfuerzos que está haciendo el gobierno español en materia de austeridad, una austeridad que no existe salvo en las mentes calenturientas de los neokeynesianos locales e internacionales.

El pesimismo del FMI no cuadra para nada con el discurso oficial de un Gobierno que tiene que dar a los ciudadanos la sensación de que las cosas van a cambiar y pronto. A cambio de conseguir de Bruselas dos años mas para cuadrar las cifras de déficit, lo que equivale a dar un chute a un drogadicto, el Gobierno ha presentado unas previsiones completamente diferentes destinadas a ofrecer una imagen idílica que se compadece mal con la realidad.

La estimación supone una vuelta a ritmos de crecimiento similares a los que se alcanzaron antes de la crisis. No existe ni la más remota posibilidad de conseguir algo así. Aún más utópica es la pretensión de estimar un descenso de la tasa de paro al 15% para 2019. Otro tanto sucede con un gasto público que, en gran parte, se mantiene por razones estrictamente políticas. Bajarlo del 40% del PIB es una tarea de titanes. Hasta ahora, los avances en ese terreno han seguido el camino opuesto.

Todos deberíamos tener en cuenta a la hora de analizar el futuro el ejemplo de Italia, un país mucho más parecido al nuestro de lo que nos gustaría admitir. Pues bien, antes de la crisis Italia llevada casi una década creciendo a un ritmo medio del 1%, más o menos lo que nos espera a nosotros a partir de ahora. Un país lleno de talento, imaginación y creatividad ha sido incapaz de corregir la deriva emprendida por una clase política que utiliza los recursos del país en su propio beneficio. España está a punto de repetir la misma trayectoria. Lo que supone un retroceso en el terreno económico y social de dimensiones históricas. Avanzamos hacia atrás.

Conclusión En 1976, a la llegada de la democracia, la renta per cápita de los españoles se situaba en el 79% de la media europea de los países más avanzados. En 2013, casi cuarenta años después, ese porcentaje apenas ha crecido en dos o tres puntos. Con un sistema democrático que no sólo es un régimen de libertades sino también, supuestamente, un método de elección de las élites, compartido con los países más ricos del mundo, España ha sido incapaz de avanzar significativamente en el proceso de convergencia con Europa.

Se suele decir que aquellos pueblos que no conocen su historia están condenados a repetir viejos errores. Pues bien, los españoles no hacen otra cosa que caer en las mismas trampas con diversas variantes, y la primera de todas es nuestra incapacidad crónica para enfrentarnos a una crisis, con todas las consecuencias que ello supone. Esta crisis, después de los avisos anteriores, que ya nos decían que andábamos por mal camino, representa un fracaso histórico del que nos costará mucho recuperarnos.

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