Los derechos de autor en Internet

“Una compañía discográfica decide publicar en Internet, de forma experimental, algunas canciones de los CD’s que va a comercializar próximamente. Si al internauta le gusta lo que oye, puede entonces pedir todo el contenido del CD a través de una tienda electrónica de discos. Después de ver el anuncio de este servicio en una revista de música, un internauta se conecta y se baja las canciones para escucharlas después en su ordenador multimedia. Hace esto a menudo y acaba con su disco duro lleno de fragmentos musicales de varios CD’s. Además, de vez en cuando reenvía alguna de estas canciones a un amigo. El internauta decide no comprar ninguno de los CD’s y tampoco cobra a su amigo por las canciones que le ha enviado. Su proveedor de acceso a Internet tampoco tiene conocimiento de lo que está haciendo este amante de la música”.


Este relato podría parecer de ciencia-ficción pero es ya una realidad: la cantante islandesa Björk ha colocado en Internet (http://www.sonicnet.com/cybercasts/lparties/bjork.html) algunos fragmentos de su último disco, que no saldrá a la venta hasta marzo. El relato forma parte, además, de una serie de encuestas que realiza la Sociedad de Autores británicos (http://www.alcs.co.uk) con el fin de conocer la opinión de los usuarios de Internet sobre diferentes aspectos de la protección de la propiedad intelectual en la red. Los encuestados deben responder a preguntas sobre la posible responsabilidad del proveedor de acceso, la moralidad y legalidad de la actitud del internauta o la conveniencia de vender discos por la red.

La Sociedad de Autores británicos trata, en fin, de palpar hasta qué punto los internautas han asimilado que la información que circula por la red no tiene dueño y, por tanto, es gratuita y se puede mover libremente de un ordenador a otro. “Las infracciones menores del derecho de autor (el famoso copyright) forman parte de la cultura de los internautas”, explica un abogado en un foro jurídico. La Electronic Frontier Foundation (EFF, http://www.eff.org), la organización que vela de forma más enérgica por los derechos de los internautas, llega más lejos aún al afirmar que “la red ha creado sus propias normas de propiedad intelectual”.

Lo cierto es que las preguntas que plantea la Sociedad de Autores británicos resultan superfluas desde diciembre de 1996, cuando la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), una de las 16 agencias especializadas de la ONU, ha aprobado dos tratados internacionales que amplían a Internet y a los programas de ordenador la regulación de la propiedad intelectual. Los representantes de 160 países del mundo han decidido que, con unas ciertas modificaciones, las canciones de Madonna que se trasmitan por el ciberespacio estarán protegidas tanto en su Estado de origen, Estados Unidos, como en cada uno de los que han firmado los tratados. Esas pequeñas modificaciones se basan en un concepto clave, concebir la colocación de una página web como una emisión de televisión o de radio, que ha causado una viva polémica electrónica entre los propietarios de derechos intelectuales y los partidarios de crear un paraíso informático en Internet.

Los primeros -principalmente, editores de periódicos, fabricantes de software y productores musicales- habían reclamado la inclusión de un artículo que podía llegar a obligar a disponer de una autorización del autor para navegar por cada página de Internet. De hecho, la propia OMPI había previsto ese artículo en el texto que propuso en la convención de Ginebra, con el argumento de que “en la publicación tradicional las copias se fabrican y después se distribuyen, mientras que en la edición electrónica es al revés”.

Este argumento chocaba con la necesidad de grabar en la memoria RAM cada página por la que pasa un internauta durante su navegación. Los presidentes de los principales proveedores de acceso a Internet y operadores de telecomunicaciones de EE.UU. enviaron una carta a Bill Clinton con su oposición a ese artículo: “Apoyamos los esfuerzos para amoldar la propiedad intelectual a la era digital, pero no estamos de acuerdo con que esto se haga poniendo límites al desarrollo de Internet”. La misma reacción tuvieron una serie de compañías europeas, que enviaron otra carta similar a Jacques Santer, el presidente de la Comisión Europea. Al final, el texto final no incluye el artículo polémico.

En cualquier caso, la aprobación de estos tratados parece sobradamente justificada. Según alegan las empresas que quieren poner contenidos en Internet, es necesario proteger los derechos de autor para que realmente haya inversiones en la red. “Mientras saltar a la red suponga perder la propiedad de la información, las empresas no se atreverán a invertir para crear nuevos productos electrónicos”, explicó Bruce Lehman, vice-secretario de Comercio de Estados Unidos y el principal impulsor de estos tratados, en Ginebra durante la celebración de la convención de la OMPI. No en vano se habla de un mercado de 2.000 millones de dólares (un cuarto de billón de pesetas), sólo en lo que respecta a las obras musicales.

Ante la llegada del que, se dice, será el año del comercio electrónico, la urgencia parecía justificada. “Los tratados se han adoptado con cierta premura, quizás para dar respuesta a ciertas presiones”, reconoce Isabel Hernando, profesora titular de Derecho Civil de la Universidad del País Vasco. Hernando, que es la única española que participa en las reuniones del comité consultivo de la Comisión Europea para temas relacionados con la propiedad intelectual, reconoce también que en el texto analizado en un principio por la OMPI “prevalecían los intereses de los titulares de los derechos intelectuales y de las industrias involucradas”.

Sin embargo, la presión de diversas organizaciones de defensa de los derechos internáuticos, entre las que destacan la EFF, la Coalición de los Futuros Digitales y la Coalición de Incentivos a la Creación, y de algunos países han provocado que el texto final rebaje sustancialmente las aspiraciones de la Unión Europea y de Estados Unidos, los dos principales impulsores de los tratados. Como reconoce James Love, miembro de varias organizaciones de derechos digitales y uno de los más enérgicos activistas electrónicos contra estos tratados, “el texto final apenas supone peligros para los derechos de los internautas”.

Por una parte, se ha incluido en el preámbulo el principio de “la necesidad de mantener un equilibrio entre los derechos de los autores y los intereses del público en general”, lo que significa que a partir de ahora será necesario negociar con los usuarios de la red las restricciones que se hagan al libre uso de la información presente en Internet. Por otra parte, se ha rechazado el tercero de los tratados, que pretendía crear un nuevo derecho de propiedad intelectual para proteger las bases de datos que no tienen ningún rasgo de creatividad, como es el caso de los listines de teléfono.

RETRANSMISIONES INTERNÁUTICAS
Pero, ¿qué significa todo esto en la práctica? La verdad es que muy poco por ahora, porque estos tratados no entrarán en vigor hasta tres meses después de que los ratifiquen los parlamentos o gobiernos de 30 países. Además, en el caso español casi todas las novedades estaban ya incluidas en la Ley de Propiedad Intelectual. “Desde el punto de vista español, no hacían falta estos tratados porque la legislación es suficiente”, ratifica Javier Ribas (http://www.onnet.es), abogado especializado en Internet. Según Ribas, sólo será necesario introducir “formalmente” la equiparación entre colocar una página en Internet y comunicación pública, ampliar a todo tipo de obras intelectuales la prohibición del uso de aparatos para romper la protección de los programas de ordenador y crear los mecanismos jurídicos para proteger los códigos digitales que contendrán la identificación del autor.

Conductas a las que todos los internautas están habituados -como grabar páginas interesantes de la red, enviar páginas de periódicos electrónicos a un newsgroup o archivar en el disco duro el mensaje que ha enviado otra persona- no se convierten en ilegales de la noche a la mañana pero ahora sí está más claro que no están permitidas. Como dice Alan Lewine, un abogado estadounidense que publica regularmente un newsletter electrónico sobre el derecho del ciberespacio, “las reglas básicas del derecho de autor son aplicables también a Internet ya que el papel es lo mismo que un conjunto de bits”.

Sin embargo, los editores y propietarios de obras intelectuales no están muy de acuerdo con esta forma de ver las cosas. En un informe publicado el año pasado, la Asociación Internacional de Editores advertía que “hojear un libro en Internet es completamente distinto a hacerlo en el mundo real puesto que implica hacer una copia entera de la obra o página web”. Además, a diferencia de las fotocopias o de las grabaciones en cassette, las copias digitales son perfectas. “En Internet no hay diferencia entre copia y original”, explica Ribas.

Esta facultad, sumada al acceso mundial a esas obras a través de Internet, entraña muchos riesgos para los titulares de derechos de autor. Si las estadísticas hablan hoy de tres copias ilegales por cada versión original de una obra musical o videográfica en el mundo, con Internet el pirateo se hace todavía más sencillo y asequible. La evolución técnica está reduciendo este peligro de forma prodigiosa mediante la creación, por ejemplo, de códigos electrónicos que impiden realizar una copia o imprimir el contenido de una página web. De todas formas, el clásico sistema de “copiar y pegar” todavía no tiene barreras.

El temor a que se puedan hacer copias masivas de las obras llevó a la Asociación Internacional de Editores a reclamar una transformación del papel de las bibliotecas. “Si se crean en Internet servicios públicos que tengan capacidad para realizar préstamos de obras digitales a distancia, se hará un daño de valor incalculable a los autores”, explicaba esta organización.

La reacción de las bibliotecas, tradicionales defensoras del derecho al acceso a la información, no se hizo esperar. En Europa, el EBLIDA (European Bureau of Library, Information and Documentation Associations), que agrupa a varias asociaciones nacionales de bibliotecas, reclamó el derecho de estas instituciones a utilizar publicaciones electrónicas como si fueran de papel. El EBLIDA tiene, además, una lista de correo, Ecup-List, para discutir sobre estos temas.

Finalmente, las bibliotecas y centros de documentación podrán acogerse a una excepción, que variará en cada Estado, a la hora de permitir la difusión pública de las obras que tenga archivadas en formato electrónico. Será habitual, por tanto, encontrarse en las bibliotecas con ordenadores que tendrán una ranura para introducir un CD-Rom -o un video disco digital, DVD, a partir de este año- y una conexión a Internet pero que, para evitar las copias, no dispondrán de unidad de disco flexible. Caso aparte será el de los cibercafés, que empezarán a ser perseguidos por las poderosas sociedades de autores, como ya ocurre hoy en día con los bares que disponen de música o televisión.

Otro asunto complejo será el de los proxies, esos servidores que instalan los proveedores de acceso a Internet para almacenar las páginas de uso más frecuente. En un principio, grabar páginas web sin licencia del autor no está permitido, pero Ribas entiende que esta conducta, al igual que el uso del caché del ordenador, tendrá que admitirse como algo necesario para la navegación, como una “utilización de buena fe”.

Otra conducta que acabará tolerándose es la copia de mensajes en foros de discusión (newsgroups o mailing lists). Aunque, como remarca Ribas, la mayoría de los mensajes no son obras literarias ya que les falta la originalidad necesaria, hay muchos casos en que no sucede así porque, por ejemplo, se aportan datos nuevos a un debate o se envía una auténtica obra creativa. Las respuestas a esos mensajes, en las que se utilizan fragmentos para rebatirlos, también constituirían en teoría violaciones del derecho de autor. Al final, Ribas cree que los tribunales decidirán que esas conductas entran dentro de lo que los norteamericanos denominan “uso normal”.

Lo que no parece preocupar a los titulares de derechos de autor es el hecho de que más de 40 Estados del mundo no hayan firmado los tratados del OMPI. “Estaba claro desde el principio que hay muchos países no firmantes que quedarán al margen de la propiedad intelectual”, explica Ribas. Sin embargo, este abogado barcelonés tiene una receta contra los paraísos informáticos: suprimir las direcciones IP de los servidores situados en estos países.

MÚLTIPLES CASOS
Aunque los tratados se acaban de aprobar, ya existen numerosos casos de vulneración de la propiedad intelectual a través de Internet. El más conocido es, sin duda, el disco de U2 que ha estado a disposición pública en la red antes de su salida comercial. En Francia, un tribunal de París ha condenado a unos estudiantes por colocar en el ordenador de su universidad canciones de Jacques Brel. Aunque el defensor de los estudiantes alegaba que ese ordenador era una especie de domicilio privado, en magistrado entendió que la creación de una página web era semejante a la retransmisión de una obra por televisión.

Compuserve perdió un juicio contra una casa discográfica, que reclamaba al proveedor de servicios online una indemnización por las canciones que sus abonados estaban colocando en diversos foros (http://www.nmpa.org/nv-w96/cserve.html). Este no ha sido el único caso en que Compuserve ha recibido una demanda por daños de derechos de autor. Este mismo año, unas agencia de modelos ha denunciado el uso por parte del proveedor de servicios online de fotos de varias chicas para decorar su biblioteca.

Otro caso conocido es el de la Asociación de Editores de Software, que denunció a varios proveedores de acceso norteamericanos porque sus abonados estaban utilizando sus páginas web para colocar programas piratas. Este caso, el de la responsabilidad de los proveedores de acceso por las acciones de sus clientes, es uno de los más complejos. Los primeros proyectos estadounidenses para reformar la propiedad intelectual en Internet mencionaban la necesidad de responsabilizar a los proveedores de acceso por las violaciones producidas a través de sus recursos.

“Esto provocaría que los proveedores de acceso a Internet tuvieran que leer todo el e-mail privado de sus clientes”, previene James Love. Aún hoy, no existe una teoría clara sobre esta responsabilidad. Ribas recuerda dos casos, LaMacchia y Playboy, que se han resuelto de manera contradictoria. En el primero, un estudiante que colocaba gratuitamente programas en su BBS para ser pirateados fue absuelto porque no tenía ningún interés comercial. En el segundo caso, un sysop (administrador de sistema) fue condenado por colocar en su BBS imágenes escaneadas de Playboy.

Un asunto que se ha planteado en otros países y que pronto llegará a España es el de los periodistas que, sin formar parte de la plantilla de una publicación, realizan artículos y conservan, por tanto, la propiedad intelectual de sus obras. El New York Times ha recibido demandas de algunos de sus periodistas que entienden que el derecho de publicación de sus artículos se limita a la versión de papel y no se extiende a Internet. Los articulistas del diario neoyorquino pretenden recibir una compensación por la publicación electrónica de sus obras.

Sin embargo, Ribas entiende que “en el caso de los diarios que tienen versión electrónica, debería entenderse que los autores ceden los derechos de reproducción con el conocimiento de que su obra puede ser publicada tanto en Internet como en papel”. Más complicado será el caso de que los periódicos decidan almacenar los artículos en CD-Roms o en bases de datos de acceso online. En este caso, el periodista independiente deberá obtener una compensación por una reproducción de su artículo que no aprobó en su momento.

RETOS PARA EL FUTURO
Además de extender la regulación de la propiedad intelectual al Ciberespacio, los nuevos tratados crean una nueva fórmula de protección de las obras. Se trata del código electrónico que acompañará a los bits de la obra y que identificará al autor y a la entidad que gestiona sus derechos de autor. Los tratados establecen la prohibición de alterar esta información y, con ello, dan el pistoletazo de salida a una industria que se dedicará a proteger la propiedad intelectual y a gestionar el cobro de los derechos de autor.

Esta función la han desempeñado hasta ahora entidades teóricamente sin ánimo de lucro, como la Sociedad General de Autores y Editores, la Asociación de Interpretes y Ejecutantes o Vegap para los artistas plásticos. Sin embargo, el liberalismo económico imperante en Internet y la necesidad que plantean las obras multimedia de que estas entidades agrupen a todo tipo de autores van a permitir la entrada de toda una serie de competidores, entre los que se encuentran IBM, Release Software o InterTrust.

Estas compañías están desarrollando tecnologías para encriptar las obras en una especie de sobre electrónico que, en el caso de IBM, se denomina Crytelopes (de Cryptology y Envelope), y en el de InterTrust, Digibox. Si el usuario abre el sobre, está automáticamente aceptando las condiciones de un contrato de cesión de una licencia para poder utilizar la obra incluida en el “paquete”.

Por otro lado, las empresas que fabrican dinero electrónico también están concibiendo sistemas para realizar pequeños pagos por el uso de obras intelectuales. Es el caso de Cerberus, que ya tiene en Internet un servicio de pay-per-play que permite escuchar una canción por 50 peniques (unos veinte duros), o del Cybercoin de Cybercash.

Algunos gurús de la propiedad intelectual apuntan que estos sistemas van a permitir que cada autor se proteja a sí mismo, es decir, que negocie con las empresas que producen los sobres electrónicos la creación de un código personal que identifique sus obras en Internet. De hacerse realidad esta predicción, las entidades de gestión colectiva de derechos de autor perderían su sentido y sus ingresos.

Quizás por ello, la primera reacción de Javier Gutiérrez, director general de Vegap (Visual Entidad de Gestión de Artistas Plásticos), es negar la posibilidad de que los propios autores puedan llegar a proteger sus derechos por sí mismos. “Las enormes dimensiones que presenta la utilización de las obras a través de la red impiden a los autores proteger sus derechos de forma individual de manera práctica”, señala.

Sin embargo, Gutiérrez reconoce que entidades como la suya necesitan innovar su actividad: “Se impone la realización de convenios o acuerdos entre las sociedades nacionales que administren diferentes repertorios (música, literatura, artes visuales…) para dar una solución al problema de las obras multimedia que se distribuyan a nivel mundial”. La Sociedad de Autores británicos está trabajando ya en un proyecto, Imprimatur, para crear un sobre electrónico que proteja los derechos de autor en Internet y para el que cuenta con financiación de la Comisión Europea.

En medio de todo este desarrollo no hay otra cosa que un cambio progresivo de la teoría en la que se ha basado históricamente la propiedad intelectual. Si hasta ahora el que adquiría un libro podía leerlo todas las veces que quisiera, con la transmisión de obras por Internet esto puede cambiar. La red va a permitir que se controle al usuario y cada uno de los usos que haga de la obra y de sus páginas, una vez transmitidas. Es decir, los autores podrán cobrar según el número de páginas que lean los usuarios de sus obras y según el tipo de lector (empresa o particular, por ejemplo).

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